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Rafael García Romero

Incidencia del escenario en la narrativa Latinoamericana

Incidencia del escenario en la narrativa Latinoamericana

Por Rafael García Romero 

La historia no registra el momento preciso cuando el hombre aparta el paisaje del todo, de la naturaleza bruta, pero cuando lo hace inmediatamente  se vuelve escenario. Con el paso del tiempo el ojo del artista plástico lo explota  como un recurso visual pictórico. Es el primer valor que tiene. Su entrada en los cuentos y novelas, como parte de la literatura, vendrá después. Aunque hay temas de paisajes rupestres en cuevas y utensilios de uso domestico, a los chinos se le atribuye el descubrimiento y uso del paisaje para el gozo estético, ya que en el siglo V lo trabajaron en sus pinturas. La explicación está en  que sus éticas religiosas como el budismo y el brahmanismo tenían una visión estética de la naturaleza, lo que fue muy favorable para la aparición y documentación visual del paisaje. Desde las pinturas rupestres hasta casi el romanticismo, la naturaleza no aparecía nunca en las obras pictóricas cómo paisaje.

El paisaje o escenario tiene un uso muy particular cuando entra en la literatura, a través de las novelas románticas y del periodo criollista, válido de manera muy particular para algunas literaturas regionales. Es el recurso que permite al escritor presentar mediante la fuerza de las palabras el mundo que habitan los personajes de la historia. Es con el paisaje que trabaja y prevé todo lo que el lector debe ver en un cuento.

No se trata de hacer geografía narrativa. El paisaje constituye esa área de la superficie terrestre escogida intencionalmente para que se convierta en el espacio de interacción de los diferentes personajes presentes en la historia y que tiene el valor de producir una referencia visual en el lector.

Todo paisaje está compuesto por elementos que se articulan entre sí y que aparecen en la historia porque inciden en  la acción humana o el comportamiento psicológico de los personajes.

De ahí que el paisaje sea concebido como un espacio organizado a conveniencia del escritor, constituye el marco estético de la actividad humana, forma parte de los nexos reales que necesitan los personajes para anclarlos en la historia.

El paisaje, en todo momento, constituye un recurso útil y de primer orden en los vínculos humanos y sus asociaciones necesarias. Ayuda a los lectores a comprender cómo y en qué lugar los personajes ponen los pies sobre tierra firme.

Para trabajar el paisaje en un cuento hay que tomar en cuenta el lugar que ocupan en la historia el espectador –que hace de personaje o narrador–, el paseante o personaje que se desplaza; y, por último, el lector, que forma parte de la historia fuera de la historia. Sencillamente porque no existe una estética del paisaje hasta que ésta sea organizada o asumida por el lector, y para esto el escritor tiene la responsabilidad de identificarlo, reproducirlo de manera eficaz, con las palabras necesarias.

Hay cuatro escritores que trabajan el paisaje transformado en escenario con un valor narrativo excepcional y ofrecen al lector un pasaje que envuelve, fascina y abruma. Son ellos Juan Carlos Onetti, Juan Bosch, Rafael Ramírez Heredia, Mempo Giardinelli y Roberto G. Fernández. A través de ellos veremos cómo incidió el paisaje con su carga visual en la literatura Latinoamericana.

Onetti y el escenario revelador

En el cuento "La araucaria", de Juan Carlos Onetti hay un manejo paradigmático del escenario y que se fortalece, a la hora de examinar la conducta de los personajes, con la observación, muy certera, que hace Antonio Muñoz Molina. Explica él que a los personajes de Onetti les gusta inventar, cuentan mentiras y les agrada oírlas; pero también son proclives a "dotarse de vidas falsas a través de la credulidad del que escucha".

En "La araucaria" una mujer al borde de la muerte hace llamar al padre Larsen y a través del recurso de la confesión revive un pecado de incesto. El sacerdote la escuchó:

            Con mi hermano desde mis trece años, él era mayor, jodíamos toda la tarde de primavera y verano al lado de la acequia debajo de la araucaria.

La confesión se hace delante del injuriado. El hombre, antagonista y personaje de equilibrio en la historia, tiene una participación muy fugaz, pero importante. En apenas tres líneas, Onetti dimensiona su presencia: "El hermano se apartó de la pared, dijo no con la cabeza y adelantó una mano hacia la boca de su hermana".

En el mundo cerrado de los tres personajes la confesión puede ser verdad o mentira. La actitud del hermano es ambigua. No importa lo que el padre Larsen piense. No importa que le diga al hermano de la mujer:

            Déjala mentir, deja que se alivie. Dios escucha y juzga.

En cuanto a Onetti, la última línea del cuento resulta reveladora, no sólo porque define su estructura fundacional y el proceso lógico de la narración llevada por su autor desde el principio, entre la suficiente luz y la necesaria sombra, sino porque ahí, ante la cara del lector surge la grandeza del escritor.

La mirada de un hombre construye todo el cuento y el final, pero es una construcción perfecta y de doble vía, porque sin el cuento, tampoco habría personajes y por tanto no tendríamos a ese hombre cauto, avisado, perspicaz, con un agudísimo sentido de la observación, pero que el lector sólo podrá percibir de manera inmediata, pura y total cuanto llega a la última línea de “La araucaria”.

El padre Larsen es un singular árbitro en el mundo de una moribunda, a la que el tiempo se le agota. En ese mundo la confesión es el eslabón que vincula íntimamente a los tres personajes. El tiempo corre peligrosamente y el padre tiene la responsabilidad doble de ver y juzgar la confesión.

Todavía cuando dice al hermano: "Déjala mentir, deja que se alivie. Dios escucha y juzga" no está convencido y su conciencia de padre se mueve entre la gravedad de uno y otro pecado. El pecado de la mentira y el otro quizá peor: el incesto. Si la mujer no miente hay un solo pecado: el incesto. El padre tiene que decidir de qué lado está la verdad. Dónde está el pecado y a cuál de los dos absuelve.

La solución está en el final. Juan Carlos Onetti utiliza en ese final ocho palabras. Escribe: “El padre Larsen buscó sin encontrar ninguna araucaria”. 

 La frase impone así el equilibrio del cuento. La mujer mintió y con esa verdad que descubre el padre Larsen cae y cesa toda la maraña de la incertidumbre.

Juan Bosch y el escenario criollo

El fenómeno del retrato en la literatura de Juan Bosch hay que estudiarlo, para entenderlo, tomando en cuenta varios escenarios. El primero que llama la atención es la época de inicio del escritor, ya que estamos hablando del primer cuarto del siglo veinte, periodo durante el cual se conocen, sobre todo a través de los periódicos de circulación nacional, los primeros cuentos.

Una época, además, caracterizada por el incipiente desarrollo del cine mudo, en blanco y negro. Muy poco difundido en la Republica Dominicana; y sobre todo, y gracias a estas precariedades, un terreno muy fértil para el incentivo de la palabra como medio para hacer retratos. En ese periodo de tiempo había, en el plano de la literatura, una fuerte incidencia del costumbrismo, y la rama nacional, llamada criollismo.

La literatura de Juan Bosch, debido a esos factores, es una cantera impresionante de paisajes literarios, tomados como calco de la naturaleza rural y que también reflejan la vida de sus personajes tópicos, propios del ambiente.

El paisaje constituye un apoyo vital para la literatura de Juan Bosch, al que recurre desde su primer libro Camino real, publicado en 1933. En el cuento “La mujer” el escenario es fundamental en el desarrollo de la trama. Tanto incide el escenario que se incrusta, forma parte de la carne narrativa del cuento, llega a tener tanto valor este recurso que sin Juan Bosch proponérselo lo hace formar parte de una segunda historia en todo el cuento, independiente, firme y sólida.  El escenario el punto de apoyo que empieza el cuento: “La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera”. Y el escenario, como un péndulo que describe un trayecto, termina la historia: “Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero”.

El cuento “La mujer” es uno de los textos más breves de Juan Bosch y uno donde el escenario es un recurso más conscientemente explotado.

A los lados (de la carretera) hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

El escenario, con pocas palabras, le ayuda a establecer marcadas diferencias, pintar la pobreza: “También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua”.

La presencia de Quico, un personaje clave para el desenlace del cuento, también aporta sus ojos, y el escritor consigue que el lector vea todo lo necesario para que se haga la idea de un paisaje agreste, una zona vasta y despoblada, sin un alma de socorro a quien recurrir en muchos kilómetros.

Así, cuando Juan Bosch escribe: “Tendió la vista”, se refiere a Quico, que mira “la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.”

La primacía del escenario sensorial  

El  escritor es responsable absoluto de la aparición de un paisaje en la historia que cuenta, muchas veces como personaje y todas las veces como autor. Se trata de un recurso propuesto, que ocupa un espacio narrativo de forma intencional, que le permite hacer una compilación de sucesos, de temas, de objetos, de elementos, y que forma parte de un solo cuadro, de una mirada intencional.

En el cuento “No son pero son” que figura en el libro “Del trópico” (Editorial Alfaguara, México 2001. “No son pero son”, Pág. 79) Rafael Ramírez Heredia descubre y describe para los lectores un singular escenario. Lo hace con estas palabras: “Desde la mecedora colocada en el corredor Ricardo Román mira el oscilante borde del río. Descubre el panorama pese a los cuarenta años de vivir en ese mismo sitio en que la ciudad se extendió bordeando su casa, la cercanía del cauce y su olor, sus riberas y las luces del otro lado que de débiles y ralas se convirtieron en manchas multicolores”. Pero se trata de un recurso donde el narrador entra en complicidad con el personaje Ricardo Román. Se trata de un narrador que hace de “medio” para que veamos primero a un Ricardo Román sentado en una mecedora colocada “en el corredor” y que “mira el oscilante borde del río”.

El escenario en “No son pero son” es fundamental, ya que constituye no solo un espacio narrativo, sino el lugar clave para situar a un lector que entra de manera privilegiada a una singular historia que se nutre del presente y los recuerdos que atormentan a Ricardo Román sentado en una mecedora.

El uso del paisaje como incidental en el curso del cuento no es muy frecuente. Algunos autores recurren a él y al mismo tiempo le dan un valor comparativo, de apoyo para alguna escena, y siempre con el propósito de darle cuerpo y fuerza. Eso lo vemos en el aprovechamiento que hace Rafael Ramírez Heredia (Pág. 338, 339. Editorial Alfaguara, México, 2005) en su novela La Mara:

 “…lo asientan en el suelo sobre las piedritas  filosas que se usan junto a las vías y todo está negro, las luciérnagas se han espantado, lo dejan solo con el dolor y con el murmullo de los hombres a los que apenas divisa, delineados contra la negritud del cielo, como árboles torcidos que meten sus ramas a la quietud del camino”.

Un escenario fugaz

En el cuento “Encrucijada” (Editorial Popular, España, 2002. “Encrucijada”, de Roberto G. Fernández, pág. 74), de Roberto G. Fernández, aparece un fugaz escenario, pero con una importancia capital para el cuento.

Veamos cómo lo consigue el autor a través de María de las Mercedes del Risco Castellanos, sencillamente Mercedes, un personaje clave y de fuerza en la historia del cuento:

“Matilde del Risco Castellanos jamás llegó a tener familia. Felipe, su esposo, murió dos días después de la boda. Su muerte fue una verdadera tragedia, tan joven, tan lleno de vida. Se parecía a Clark Gable. Habían ido a Mayajigua, de luna de miel, y Felipe hacía alardes de jinete. Estaba tronando, cayó un rayo y el caballo se desbocó con el estruendo. Felipe no llegó a ver la rama baja del algarrobo en dirección a las cabañas de los enamorados. El caballo llegó a la casa con el cuerpo decapitado de Felipe. Cuando mi hermana lo vio, quedó muda. Un año entero estuvo sin hablar.”

Las características de un paisaje sirven a Mempo Giardinelli (“Subidos de tono, cuentos de amor”. Editorial Norma, Pág. 17) de manera excepcional, para apoyar la descripción de un “muchacho bello, de cuerpo atléticamente  trabajado y ojos celestes, muy claros, del color de esa porción de cielo que se ve, a las seis de la tarde, sobre el horizonte verde de la selva y debajo de una tormenta de verano.”

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