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Rafael García Romero

Zola: el fotógrafo interior

Zola: el fotógrafo interior

Por Rafael García Romero

Émile Zola. El escritor, padre del naturalismo, era dos veces fotógrafo. Con dos amores e hijos en una de las dos casas patriarcales que tuvo. Distantes, una de la otra, en París. Fotógrafo, primero, a través de la palabra y la publicación profusa de importantes novelas; y segundo, con el uso, casi tan obsesivo como la escritura, de una cámara Box 7 de 1890, y que siempre llevaba consigo.

No hay fotógrafo sin el uso constante de una cámara fotográfica. Así que Zola se equipó adecuadamente con su Box 7, considerada la cámara más revolucionaria para su tiempo. En este modelo las carcasas estaban hechas de cartón forrado de cuero negro y el objetivo es de foco fijo.

No fue la única.

El escritor, con el paso del tiempo y en la medida que aumentaba su pasión, compró una docena de cámaras de distintos modelos; y hasta llegó a montar tres laboratorios –en Medan, París y Villennes–. Allí preparaba artesanalmente las placas, en el cuarto oscuro de los laboratorios; y él mismo revelaba las fotos. Hizo más de 7 mil fotografías, pero solo se conservaron menos de la mitad. ¿Los dos amores? dividía su tiempo entre su casa en Médan, al noroeste de París, donde residía con su esposa, Alexandrine Meley, algo mayor que él, sin el privilegio de tener descendencia; y su segunda residencia en Verneuil-sur-Seine, solo unos cinco kilómetros al norte, donde vivía su amante, una vendedora de lencería llamada Jeanne Rozerot, a la que conoció en su propia casa, ya que la joven y esbelta costurera de 21 años, acompañaba a su esposa Alexandrine en esas sofisticadas labores vespertinas de costura y dedal. Ella, con el tiempo, fue la madre de sus dos hijos: Jacques y Denise. (Alexandrine se enteró de su relación a través de una carta anónima. Nunca quiso concederle el divorcio, aunque años después tuvo un gesto de gran humanidad. Ocurrió que tras la muerte de Jeanne, adoptó a Denise y Jacques. El escritor ya había muerto, de esta forma los hijos se convirtieron en herederos legales de Zola). ¿Y por qué lo sé? Soy un viajero. Entro a voluntad en olas del tiempo que me llevan a épocas específicas de la humanidad. Eso me permite enterarme de detalles que no figuran en la historia. Así yo sé por qué los hijos de Zola no aparecen en su literatura. O las razones que tuvo para mantenerlos lejos de los ojos de su entorno. Tanto la madre como los dos hijos estaban dentro de una burbuja y formaban parte de su intimidad blindada. Ese, hasta un día, fue el secreto mejor guardado de su vida. En cambio, era muy dado a hacer fotos de ellos muy constantemente. Dejó innumerables testimonios gráficos.

Su afición a la fotografía fue fruto de una cordial conspiración. Su editor, Georges Charpentier, quien también era fotógrafo, encabezó para el propósito una coalición de amigos en la que entró el pintor Fernand Desmoulin y el entonces alcalde de la ciudad de Royen, Victor Billaud. Ellos  lo llevaron al campo de la fotografía. De manera que algo que empezó como un pasatiempo se convirtió rápidamente en una práctica seductora y apasionante. En esa actividad se enroló a los 48 años, pero se entregó a ella plenamente cuando ya era un hombre de  más de medio siglo, a los 54 años. Dedicó tanto tiempo que terminó dominando a la perfección la técnica de tomar fotos y el manejo con sobrada pericia del laboratorio. Allí pasaba varias horas, a veces con un ayudante, en los afanes del revelado.

Con el pintor Paul Cézanne compartió las vicisitudes y los avatares nocturnos de una vida bohemia en el París de los impresionistas. Allí, entre tertulias y  copas, conoció a  los pintores Monet, Renoir y Pissarro. No es una coincidencia que algunas fotografías suyas, como la de Jeanne con su sombrilla en la carretera de Verneuil, nos recuerdan uno que otro cuadro de Claude Monet.   

El escritor siempre mantuvo distante al fotógrafo. Dos seres inconexos, en apariencia, uno del otro, pero que tenían en común el manejo del tiempo, las circunstancias y las situaciones específicas que tejen tanto la mecánica de sus novela como el tema de sus fotografías. Esta situación nunca lo obnubiló. De tal forma que siempre concibió la literatura como su actividad fundamental, y con total independencia de la fotografía. Más allá de su entorno familiar, ¿qué interés tuvo Zola como fotógrafo? Dejó muchas pruebas. Sobre todo muchas imágenes de París de los años 1890 –una capital que se haría universal por la Torre Eiffel, que recién empezaba su construcción– y su exilio por su actitud veleidosa y de orden público en el caso Dreyfus en Londres. (Zola, en enero de 1898, publicó en el diario L´Aurore una carta abierta al presidente de la República, François Félix Faure, el famoso manifiesto “Yo acuso” en defensa del capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, de origen judío alsaciano, vinculado cuatro años atrás a un supuesto espionaje en favor de Alemania, que nunca se probó; y por el soldado que fue condenado a cadena perpetua bajo el estigma de un delito fatal y oprobioso para la época: alta traición a la patria). Esa transterración resultó otra ventana digna para ensanchar su horizonte como cronista visual. Su atención se enfocó en paisajes marítimos y escenas de calle. Escenas que ya traía con él, fruto de las andanzas por cafés parisinos, y ámbitos marcados por el instinto de su mirada. En cada encuadre buscaba lo natural. Toda su atención se volcaba en los avatares de la vida simple. En su aparente e inalterable curso. En él no había mayor intención que atrapar la fidelidad de un momento. En su personal preferencia entraron los paisajes, suntuosas mansiones, gente anodina, transeúntes. Trabajó, en una serie citadina, y de manera enfática se concentró en escenas de lo urbano con el mismo encuadre en diferentes estaciones del año; y en otras de mayor recogimiento e intimidad, que incluyen retratos de la familia.

No importa la cantidad o los temas cotidianos y los diversos matices de su intimidad que atrapó (registró a sus amigos, pintores, escritores, poetas; a su familia, construcciones, trenes y animales, mascotas propias y ajenas). Se trata de fotos, testimonios de un oficio, imágenes que le sobreviven y podemos apreciar parte de un talento inimaginable, descubierto cuando ya era un hombre entrado en años, pero que no tendrían ningún valor o atractivo, si las hubiera hecho un ciudadano cualquiera de Francia. El valor agregado lo tienen porque Zola, ya como el escritor y padre del naturalismo, tomó la cámara y le robó un precioso tiempo a la literatura para dedicarlo a la fotografía.

El escritor, a los 62 años, tuvo un destino adverso, independientemente de que estaba en la cúspide de su gloria. Murió inesperadamente, asfixiado por el monóxido de carbono de una estufa con la chimenea obstruida, el 29 de septiembre de 1902, en París. De ese episodio, Alexandrine Meley, que estaba junto a él, salvó milagrosamente la vida. Y luego, ¿qué pasó con la colección de imágenes? ¿Qué sería de ellas de no haber sido tomadas por Zola? Todas esas imágenes habrían quedado cubiertas por un pesado manto de silencio y olvido. Pero no. Con su muerte, también de la viuda, en 1925, la ley de la heredad trazó el camino. Y todo lo del célebre novelista pasó a la custodia de su hijo Jacques; y, por supuesto, el lote de fotografías, se mantuvo en la familia hasta que, con el deceso del hijo, todas las fotos pasaron a manos de su nieto François Emile, quien descubrió el valor agregado que, en términos económicos, la fama y el apellido Zola le daba a la colección. Así que, en la primera oportunidad, vendió ese patrimonio por una suma muy atractiva.

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